El sábado pasado, la seguridad del presidente Calderón estuvo en entredicho por fallas atribuibles sólo al Estado Mayor Presidencial.
Un ‘sitting duck’ es un pato reposando sobre las aguas, listo para ser cazado. En la connotación política, sitting duck es una personalidad que por errores en su entorno es víctima potencial de un agravio o un atentado. El sábado pasado, el presidente Felipe Calderón fue un clásico sitting duck cuando regresaba a Los Pinos, procedente del Congreso tras su breve presencia ahí, y se descompuso el camión en el que se trasladaba, junto con su esposa y una comitiva legislativa, por el Viaducto de la ciudad de México. Una falla eléctrica en el autobús presidencial lo hizo circular a muy baja velocidad, en lo que cualquier estratega consideraría una trampa: un paso vehicular bajo el nivel del suelo, a cielo abierto en la mayoría del recorrido y sin posibilidades de escapatoria fácil y rápida.
El mismo sábado, un acto de censura en la transmisión oficial del Informe motivó un enorme escándalo que terminó con el despido del director de Cepropie, el órgano presidencial encargado de ese tipo de transmisiones, porque no sólo motivó una mancha en un sábado impoluto —para las ominosas previsiones—, sino el enojo del Presidente y que la oposición, al considerar que no había sido error técnico o humano, endurecieran su posición en la reforma electoral y la mantuvieran en suspenso. Pero este acontecimiento político altamente mediático no fue lo más grave del día, sino precisamente lo que sucedió en el autobús presidencial.
Altos funcionarios en Los Pinos no han sido informados de lo que sucedió con el autobús, un incidente que está pasando desapercibido por una razón sólo atribuible a que la cultura mexicana en materia de seguridad es casi nula. La seguridad del Presidente está a cargo del Estado Mayor Presidencial, cuyo jefe es actualmente el general Jesús Javier Castillo Cabrera que, como todos sus antecesores, tiene una carrera distinguida. Con una maestría en Planificación y Seguridad Nacional, y jefe de la Sección Segunda del Estado Mayor Presidencial —encargada de la inteligencia— durante el turbulento 1994, el general Castillo Cabrera debería ser llamado a cuentas por el Presidente y por su jefe de armas, el secretario de la Defensa, general Guillermo Galván, por tan grave falla.
Dos empleados, presuntamente militares, están bajo arresto por las fallas mecánicas del autobús mientras investigan qué sucedió con el mantenimiento, como si el problema fuera meramente mecánico. No es así. El vehículo presidencial nunca detuvo su paso, pero la velocidad se redujo a unos 25 kilómetros por hora, de acuerdo con la información disponible, y dio como resultado que el recorrido entre San Lázaro, donde se encuentra el Congreso, y Los Pinos, que demora siete minutos en el cronometraje regular de una caravana presidencial, se hiciera en 45. Un funcionario de la Presidencia comentó que también existió la intención de dejar pasar el tiempo para ver cómo salían las cosas en el Congreso, lo cual no es un paliativo para el jefe del Estado Mayor Presidencial, sino un agravante.
Desde el punto de vista logístico, se puede argumentar que iba preparado con un autobús de emergencia que circulaba detrás del presidencial, en caso de que se necesitara. Sin embargo, ese punto es el de menos. La principal falla en la seguridad del Presidente es la ruta misma. El Viaducto, aunque es una vía rápida cuando no hay vehículos circulando, no deja de ser una especie de cañón muy complicado de vigilar. Por una omisión imperdonable en los sistemas de seguridad presidenciales, desde que el ex presidente José López Portillo la escogió para viajar de Los Pinos al aeropuerto se volvió una costumbre utilizarla para ir al mismo destino o al Congreso. La ruta se volvió primero predecible y después por todos conocida, estableciendo el Estado Mayor Presidencial, como dispositivos de seguridad, primero soldados rasos apostados desde temprana hora en los puentes que cruzan el Viaducto, y más adelante francotiradores en algunos edificios ubicados a lo largo del trayecto.
Las medidas de seguridad son tan infantiles como ingenuas. Un atentado terrorista contra un presidente es muy difícil de evitar sólo con medidas de disuasión. Como los presidentes mexicanos, el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del gobierno español bajo la dictadura de Francisco Franco, no cambiaba sus rutas. En 1973, ETA hizo volar su automóvil seis pisos con una bomba colocada debajo de la calle por donde sabían que circularía, matándolo y provocando una crisis a Franco. En los 90, un comando del EPR, sabiendo que el entonces presidente Ernesto Zedillo solía correr en el bosque de Tlalpan, se enterró en la tierra con el propósito de secuestrarlo, y sólo una falla de los guerrilleros motivó que el Estado Mayor Presidencial se diera cuenta y aniquilara a los ocho miembros de la célula en el lugar. Estos ejemplos son sólo para ilustrar la facilidad con que alguien decidido a cambiar su vida por un Presidente puede atentar contra ella con altos márgenes de éxito.
Los atentados no se resuelven en el momento en que se den, cuando todo queda al azar y a la capacidad de acción de los atacantes, o de reacción por parte de los defensores. Se resuelven con información de inteligencia. Pero cuando no hay, o no se procesa adecuadamente, la seguridad de un presidente se vulnera. Para efectos de argumentación, el vehículo del presidente Calderón, a alta velocidad por el Viaducto, puede ser atacado con relativa facilidad, ya sea inmovilizando a los francotiradores o mediante el método del coche-bomba. Es relativamente sencillo, como lo probaron quienes, supuestamente desde el interior de la Torre Mayor y sobornando a personal del valet parking, metieron un automóvil al estacionamiento con una carga de dinamita inofensiva, un dispositivo mal armado y un celular sin voltios suficientes para hacer explotar un artefacto, para crear temor la semana pasada en la ciudad de México. A baja velocidad, como sucedió el sábado en el Viaducto, las posibilidades de un ataque exitoso aumentan.
México ha dejado de ser un lugar ajeno a atentados terroristas, a lo que se suma la existencia de una confrontación continua contra el narcotráfico y la existencia de movimientos armados bien plantados. El tema no está en la cultura mexicana que suele rápidamente descalificarlo por ignorancia. Pero que en la sociedad no haya permeado el fenómeno mundial no es justificación para que las áreas de seguridad, muy en particular la presidencial, sean negligentes. Haber mantenido al presidente Calderón en una trampa durante largo tiempo el sábado pasado es inadmisible para la seguridad del Estado. La renuncia del director de Cepropie ayuda como paliativo a una crisis que no hubiera dejado de ser política. En el caso del sitting duck de Los Pinos, un atentado generaría una crisis constitucional. Lo extraño es que, en este terreno, no haya habido consecuencias mayores.
Estrictamente personal
Raymundo Riva Palacio
Un ‘sitting duck’ es un pato reposando sobre las aguas, listo para ser cazado. En la connotación política, sitting duck es una personalidad que por errores en su entorno es víctima potencial de un agravio o un atentado. El sábado pasado, el presidente Felipe Calderón fue un clásico sitting duck cuando regresaba a Los Pinos, procedente del Congreso tras su breve presencia ahí, y se descompuso el camión en el que se trasladaba, junto con su esposa y una comitiva legislativa, por el Viaducto de la ciudad de México. Una falla eléctrica en el autobús presidencial lo hizo circular a muy baja velocidad, en lo que cualquier estratega consideraría una trampa: un paso vehicular bajo el nivel del suelo, a cielo abierto en la mayoría del recorrido y sin posibilidades de escapatoria fácil y rápida.
El mismo sábado, un acto de censura en la transmisión oficial del Informe motivó un enorme escándalo que terminó con el despido del director de Cepropie, el órgano presidencial encargado de ese tipo de transmisiones, porque no sólo motivó una mancha en un sábado impoluto —para las ominosas previsiones—, sino el enojo del Presidente y que la oposición, al considerar que no había sido error técnico o humano, endurecieran su posición en la reforma electoral y la mantuvieran en suspenso. Pero este acontecimiento político altamente mediático no fue lo más grave del día, sino precisamente lo que sucedió en el autobús presidencial.
Altos funcionarios en Los Pinos no han sido informados de lo que sucedió con el autobús, un incidente que está pasando desapercibido por una razón sólo atribuible a que la cultura mexicana en materia de seguridad es casi nula. La seguridad del Presidente está a cargo del Estado Mayor Presidencial, cuyo jefe es actualmente el general Jesús Javier Castillo Cabrera que, como todos sus antecesores, tiene una carrera distinguida. Con una maestría en Planificación y Seguridad Nacional, y jefe de la Sección Segunda del Estado Mayor Presidencial —encargada de la inteligencia— durante el turbulento 1994, el general Castillo Cabrera debería ser llamado a cuentas por el Presidente y por su jefe de armas, el secretario de la Defensa, general Guillermo Galván, por tan grave falla.
Dos empleados, presuntamente militares, están bajo arresto por las fallas mecánicas del autobús mientras investigan qué sucedió con el mantenimiento, como si el problema fuera meramente mecánico. No es así. El vehículo presidencial nunca detuvo su paso, pero la velocidad se redujo a unos 25 kilómetros por hora, de acuerdo con la información disponible, y dio como resultado que el recorrido entre San Lázaro, donde se encuentra el Congreso, y Los Pinos, que demora siete minutos en el cronometraje regular de una caravana presidencial, se hiciera en 45. Un funcionario de la Presidencia comentó que también existió la intención de dejar pasar el tiempo para ver cómo salían las cosas en el Congreso, lo cual no es un paliativo para el jefe del Estado Mayor Presidencial, sino un agravante.
Desde el punto de vista logístico, se puede argumentar que iba preparado con un autobús de emergencia que circulaba detrás del presidencial, en caso de que se necesitara. Sin embargo, ese punto es el de menos. La principal falla en la seguridad del Presidente es la ruta misma. El Viaducto, aunque es una vía rápida cuando no hay vehículos circulando, no deja de ser una especie de cañón muy complicado de vigilar. Por una omisión imperdonable en los sistemas de seguridad presidenciales, desde que el ex presidente José López Portillo la escogió para viajar de Los Pinos al aeropuerto se volvió una costumbre utilizarla para ir al mismo destino o al Congreso. La ruta se volvió primero predecible y después por todos conocida, estableciendo el Estado Mayor Presidencial, como dispositivos de seguridad, primero soldados rasos apostados desde temprana hora en los puentes que cruzan el Viaducto, y más adelante francotiradores en algunos edificios ubicados a lo largo del trayecto.
Las medidas de seguridad son tan infantiles como ingenuas. Un atentado terrorista contra un presidente es muy difícil de evitar sólo con medidas de disuasión. Como los presidentes mexicanos, el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del gobierno español bajo la dictadura de Francisco Franco, no cambiaba sus rutas. En 1973, ETA hizo volar su automóvil seis pisos con una bomba colocada debajo de la calle por donde sabían que circularía, matándolo y provocando una crisis a Franco. En los 90, un comando del EPR, sabiendo que el entonces presidente Ernesto Zedillo solía correr en el bosque de Tlalpan, se enterró en la tierra con el propósito de secuestrarlo, y sólo una falla de los guerrilleros motivó que el Estado Mayor Presidencial se diera cuenta y aniquilara a los ocho miembros de la célula en el lugar. Estos ejemplos son sólo para ilustrar la facilidad con que alguien decidido a cambiar su vida por un Presidente puede atentar contra ella con altos márgenes de éxito.
Los atentados no se resuelven en el momento en que se den, cuando todo queda al azar y a la capacidad de acción de los atacantes, o de reacción por parte de los defensores. Se resuelven con información de inteligencia. Pero cuando no hay, o no se procesa adecuadamente, la seguridad de un presidente se vulnera. Para efectos de argumentación, el vehículo del presidente Calderón, a alta velocidad por el Viaducto, puede ser atacado con relativa facilidad, ya sea inmovilizando a los francotiradores o mediante el método del coche-bomba. Es relativamente sencillo, como lo probaron quienes, supuestamente desde el interior de la Torre Mayor y sobornando a personal del valet parking, metieron un automóvil al estacionamiento con una carga de dinamita inofensiva, un dispositivo mal armado y un celular sin voltios suficientes para hacer explotar un artefacto, para crear temor la semana pasada en la ciudad de México. A baja velocidad, como sucedió el sábado en el Viaducto, las posibilidades de un ataque exitoso aumentan.
México ha dejado de ser un lugar ajeno a atentados terroristas, a lo que se suma la existencia de una confrontación continua contra el narcotráfico y la existencia de movimientos armados bien plantados. El tema no está en la cultura mexicana que suele rápidamente descalificarlo por ignorancia. Pero que en la sociedad no haya permeado el fenómeno mundial no es justificación para que las áreas de seguridad, muy en particular la presidencial, sean negligentes. Haber mantenido al presidente Calderón en una trampa durante largo tiempo el sábado pasado es inadmisible para la seguridad del Estado. La renuncia del director de Cepropie ayuda como paliativo a una crisis que no hubiera dejado de ser política. En el caso del sitting duck de Los Pinos, un atentado generaría una crisis constitucional. Lo extraño es que, en este terreno, no haya habido consecuencias mayores.
Estrictamente personal
Raymundo Riva Palacio
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