Los aires del tiempo son siempre contagiosos. Sabemos que las fiestas septembrinas nos regalan sus despliegues tricolores a fin de alertar las fibras más íntimas del amor patrio. También de la remembranza y hasta de la imitación inconsciente del anecdotario con el que registramos el paso de nuestros héroes por la historia.
Tal vez ello explique el formato conspiratorio que los legisladores y representantes de los tres partidos mayores de nuestro escenario político eligieron para procesar el proyecto de reformas electorales que ayer debió haber sido presentado a la comisión del Congreso creada por la ley precisamente para negociarlas.
El sigilo y la premura no fueron dictados en este caso por la necesidad de ocultarse de las autoridades virreinales, sino por el prurito de apartarse de la mirada pública, aunque con ello quebrantaran los ordenamientos que ellos mismos habían establecido. Lo más lejano a la transparencia prometida para un ejercicio de tamaño impacto en el presente y futuro de la nación.
Por primera vez se había creado una normatividad precisa que rigiera los pasos del proceso de reformas con el fin de garantizar una nutrida participación de la sociedad, la contribución de consejeros y especialistas, la toma de posiciones públicas de los partidos y las aportaciones sustantivas de las comisiones competentes del Congreso. Ninguno de esos extremos fue cumplido a cabalidad, sino sólo de manera parcial o ficticia.
Ciertamente, casi todos los partidos presentaron iniciativas relevantes sobre la transformación del sistema electoral, pero el documento que se entregó a los negociadores escasamente las tomó en cuenta. Se celebró en Veracruz un foro de consulta al que llegaron 290 ponencias que contenían mil 956 propuestas, pero la relatoría de ese evento no ha sido aún puesta a disposición de la Comisión Ejecutiva.
Tampoco se integró legalmente la subcomisión redactora, ya que los especialistas que habrían de proponer los partidos no han sido designados. En su lugar fungió en la sombra durante dos meses un grupo de trabajo, compuesto —es verdad— por algunos legisladores competentes, pero del que se marginó a cinco organizaciones partidarias.
Para obtener los resultados alcanzados era innecesario saltar sobre las exigencias de la legalidad. Argumentar que el fin justifica los medios resulta paradójico ya que equivale a sostener que sólo es posible parir un nuevo sistema con los procedimientos predilectos del antiguo régimen. El conocido truco de las reglas no escritas que nos ha impedido transitar hacia un genuino estado de derecho.
Las razones prácticas que se aducen para justificar semejante proceder tampoco son convincentes. Es cierto que habíamos acordado iniciar los trabajos de la reforma del Estado por las modificaciones constitucionales en materia electoral habida cuenta de la cercanía de los comicios de 2009, pero también lo es que basta adoptarlas durante el próximo periodo de sesiones para que holgadamente puedan surtir los efectos deseados.
Jamás hemos convenido sin embargo que estas sean las únicas reformas que vamos a realizar y el proceder tortuoso podría poner en riesgo todas las demás. En rigor, la ley de marras todavía no ha sido puesta en ejercicio, por lo que es posible que quedara en el archivo muerto. Este es pues un llamado a corregir el procedimiento y asegurar en esa medida la continuidad de una empresa vital para el país.
Las verdaderas razones que motivaron el atajo son otras. En virtud de que el PRI ha convenido aprobar las reformas tributarias presentadas originalmente por el gobierno, decidió canjearlas por las electorales y recibir con ello en tiempo la medalla que cree merecer como iniciador del ejercicio. Al PAN le convenía apaciguar los ánimos antes del 1 de septiembre y al PRD subirse al vagón para impulsar algunas de sus más caras reivindicaciones y subrayar de paso la ilegitimidad de la elección presidencial.
Merodeó no obstante una actitud excluyente respecto de los “partidos chicos” que contradice la pluralidad pregonada y cierto menosprecio por el papel de la sociedad en el proceso de democratización, en olvido de que los avances alcanzados se deben a sus luchas y demandas específicas. Ello se expresa en el protagonismo de fachada y en la pretendida apropiación de una paternidad colectiva.
Es menester restaurar el principio del consenso como la regla de oro de todo el ejercicio. Tanto en su acepción estricta, de procedimiento parlamentario de no objeción, como en su más amplia, de legitimidad social de las decisiones constitucionales.
El árbol se conoce por sus frutos, siempre que éstos no sean productos transgénicos. Pero prevalece sólo por sus raíces y por la savia que lo nutre. Esa es la lección que la naturaleza brinda a la democracia.
Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo
Tal vez ello explique el formato conspiratorio que los legisladores y representantes de los tres partidos mayores de nuestro escenario político eligieron para procesar el proyecto de reformas electorales que ayer debió haber sido presentado a la comisión del Congreso creada por la ley precisamente para negociarlas.
El sigilo y la premura no fueron dictados en este caso por la necesidad de ocultarse de las autoridades virreinales, sino por el prurito de apartarse de la mirada pública, aunque con ello quebrantaran los ordenamientos que ellos mismos habían establecido. Lo más lejano a la transparencia prometida para un ejercicio de tamaño impacto en el presente y futuro de la nación.
Por primera vez se había creado una normatividad precisa que rigiera los pasos del proceso de reformas con el fin de garantizar una nutrida participación de la sociedad, la contribución de consejeros y especialistas, la toma de posiciones públicas de los partidos y las aportaciones sustantivas de las comisiones competentes del Congreso. Ninguno de esos extremos fue cumplido a cabalidad, sino sólo de manera parcial o ficticia.
Ciertamente, casi todos los partidos presentaron iniciativas relevantes sobre la transformación del sistema electoral, pero el documento que se entregó a los negociadores escasamente las tomó en cuenta. Se celebró en Veracruz un foro de consulta al que llegaron 290 ponencias que contenían mil 956 propuestas, pero la relatoría de ese evento no ha sido aún puesta a disposición de la Comisión Ejecutiva.
Tampoco se integró legalmente la subcomisión redactora, ya que los especialistas que habrían de proponer los partidos no han sido designados. En su lugar fungió en la sombra durante dos meses un grupo de trabajo, compuesto —es verdad— por algunos legisladores competentes, pero del que se marginó a cinco organizaciones partidarias.
Para obtener los resultados alcanzados era innecesario saltar sobre las exigencias de la legalidad. Argumentar que el fin justifica los medios resulta paradójico ya que equivale a sostener que sólo es posible parir un nuevo sistema con los procedimientos predilectos del antiguo régimen. El conocido truco de las reglas no escritas que nos ha impedido transitar hacia un genuino estado de derecho.
Las razones prácticas que se aducen para justificar semejante proceder tampoco son convincentes. Es cierto que habíamos acordado iniciar los trabajos de la reforma del Estado por las modificaciones constitucionales en materia electoral habida cuenta de la cercanía de los comicios de 2009, pero también lo es que basta adoptarlas durante el próximo periodo de sesiones para que holgadamente puedan surtir los efectos deseados.
Jamás hemos convenido sin embargo que estas sean las únicas reformas que vamos a realizar y el proceder tortuoso podría poner en riesgo todas las demás. En rigor, la ley de marras todavía no ha sido puesta en ejercicio, por lo que es posible que quedara en el archivo muerto. Este es pues un llamado a corregir el procedimiento y asegurar en esa medida la continuidad de una empresa vital para el país.
Las verdaderas razones que motivaron el atajo son otras. En virtud de que el PRI ha convenido aprobar las reformas tributarias presentadas originalmente por el gobierno, decidió canjearlas por las electorales y recibir con ello en tiempo la medalla que cree merecer como iniciador del ejercicio. Al PAN le convenía apaciguar los ánimos antes del 1 de septiembre y al PRD subirse al vagón para impulsar algunas de sus más caras reivindicaciones y subrayar de paso la ilegitimidad de la elección presidencial.
Merodeó no obstante una actitud excluyente respecto de los “partidos chicos” que contradice la pluralidad pregonada y cierto menosprecio por el papel de la sociedad en el proceso de democratización, en olvido de que los avances alcanzados se deben a sus luchas y demandas específicas. Ello se expresa en el protagonismo de fachada y en la pretendida apropiación de una paternidad colectiva.
Es menester restaurar el principio del consenso como la regla de oro de todo el ejercicio. Tanto en su acepción estricta, de procedimiento parlamentario de no objeción, como en su más amplia, de legitimidad social de las decisiones constitucionales.
El árbol se conoce por sus frutos, siempre que éstos no sean productos transgénicos. Pero prevalece sólo por sus raíces y por la savia que lo nutre. Esa es la lección que la naturaleza brinda a la democracia.
Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo
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