A mediados de los ochenta se derrumbaron muchas paredes en la ciudad de México y la década finalizó con la caída del Muro de Berlín, pero la vida cotidiana en nuestro país fue más frívola de lo que pudiera pensarse.
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, existió un mundo donde se realizaban ritos satánicos con extraños cánticos esotéricos que decían algo así como te conocí en un bazar, un sábado al mediodía (entre cuadros y revistas, camisetas, discos y jeans, por supuesto) y en la eternidad los dos unieron sus almas para darle vida a esta triste canción de amor o te gusta ir con unos y con otros, pasas de mí, pierdes el control, con todos menos conmigo. Un mundo donde la filosofía, summum de siglos de sabiduría proverbial, estaba basada en una máxima que es en realidad un slogan: Autos, moda y rocanrol, nuestra civilización.
Ahí, bajo el cobijo de un lugar sagrado que los arqueólogos más avezados de nuestra época —luego de profundísimas averiguaciones previas en el alma de aquella cultura— han denominado Plaza Universidad. Sí, aquella geografía de amantes bandidos (corazón, corazón malherido) donde solían reunirse las criaturas ochenteras en una suerte de partenón con formato de mall, a explorar las primeras porciones de emoción fuerte, que ahora se ha convertido en un Bingo. Ahí, donde antes se proyectaban antiguas películas de héroes hoy convertidos en momias venerables como Silvester Stallone, Arnold Schwarzenegger y Ralph Macchio, en diminutas salas cinematográficas de la Organización Ramírez en las que a pesar de estar hacinado, el público conocedor influenciado por los falaces fenómenos fílmicos intercambiaba ganchos al hígado, asumía actitudes de Sargento Furia o aguardaba con respeto la aparición de algún supuesto sensei con rostro de Pat Morita.
Cuentan nuestros antiguos que en aquel centro religioso se escuchaban los murmullos de la multitud que adquiría con fruición unas pulseras de plástico de colores, que recibían el nombre de gummies, mismas que se acumulaban en muñecas y antebrazos hasta conformar un arco-iris que vibraba al ritmo de estoy parado sobre la muralla que divide todo lo que amé de lo que amaré. Lugar sagrado en el que transitaban jóvenes corazones fresas ataviadas con encajes y oropeles, peinados abultados de crepé, sombreros grandes y chuecos de color azul pastel. Gritaban a los cuatro vientos instaladas en la teoría científica de la doctora Cindy Lauper (Cintia López para sus íntimos) que las chicas sólo quieren divertirse; pero también eran capaces de gritar en un arrebato que podían sentirse madonescamente como una virgen en su primera vez y al mismo tiempo que exaltaban su naturaleza de damiselas materiales. Criaturas que realizaban densos y complejos ritos de apareamiento con tribus masculinas que cubrían sus pies desprovistos de calcetines con zapatillas top-sider o alpargatas de Domit, prendas de Aca Joe, que peinaban sus matas al wet look, y que tarareban aquello de “wake me up before you gogo” mientras se arremangaban los suéteres de Ferrioni.
Ellas querían ser como Karina (cómo duele comprender) y ellos aspiraban a tener siempre una incondicional. Seres que, a pesar de las diferencias de naturaleza, conseguían convivir en ese misma escenografía forrada de grises mármoles y locales comerciales que proveían a la gente de símbolos de estatus, con diversos tipos de entidades que se autodenominaban darkies, punketos y rockers, cuyos uniformes oscuros sobrecargados de estoperoles rebel yel, imágenes de insólitos semidioses como The Cure, The Police, Depeche Mode o AC/DC o Judas Priest reptaban por aquellos lares con la inequívoca esperanza de aportar su pequeña pero muy sentida aportación al caos y al desorden. Pelos parados pintados de verde, prófugos del hoyo funki, tataranietos de los condes Drácula y Bathory que en los momentos clave de su vida bien podían llorar con un mariachi y un tequila, oyendo a Juan Gabriel.
Por un lado estaban aquellos que padecen arrebatos de melancolía y que concentraban su oído en una estación de radio conocida bajo las cifras de WFM, mientras que los otros, siempre en pos de la rudeza innecesaria, consumían los brebajes preparados en Rock 101. Los primeros, herederos de aquellos románticos suicidas, de esos que todavía suelen mandar flores, primos hermanos de esos antepasados suyos autonombrados breakedancers, que con el aliento de los primeros raps descomponían sus cuerpos para dar vueltas frenéticas en el suelo, retozaban en curiosos centros de recreación como el Gipsy’s, La Cucaracha, Danceterías, el Magic o el News. Los segundos, que habían escapado a las tentaciones del tibiri y las fiestas de luz y sonido amenizados por Sundset, La Chachachachanga o Popopopopolymarch (algunos antropólogos encuentran que todavía sobreviven en zonas conurbadas olvidadas de la mano de Dios), eran adictos a Rocotitlán o al Rockstock, este último, sitio donde podían también entrar en contacto con las nuevas razas emanadas de los llamados reaganomics: los yuppies, cuya próspera imagen de modelos de Hugo Boss era parte del paisaje natural de los antros de Polanco, El Pedregal y Tecamachalco. Geografías indómitas, rezan los relatos de la sabiduría popular, en los que era indispensable apersonarse cual hermano gemelo de Don Johnson en Miami Vice, medio hermana de Verónica Castro en Mala noche, no, aspirante a ser como J.R. Ewing seduciendo rorras en Dallas, o lo más parecido posible a Ricky Luis interpretando aquella bonita melodía que dice al calce “solicito sirvienta, que no pase de 30”.
En las versiones apócrifas de las sagradas escrituras, se habla de un movimiento de música denominado “Rock en tu idioma”. En ese entonces los nativos habían aprendido que podían utilizar su propia lengua —algo remotamente parecido al español— para hacer canciones. Así, aparecieron en el horizonte los hombres barbados de la profecía esperada. Hombres y mujeres que traían mensajes fundamentales como “Mátenme porque me muero, mátenme porque no puedo”, “Soy un marielito que está en un barco y no sabe inglés”, “Un delfín, un delfín que me pase por San Angelín y me lleve directo a mi jardín”, “Que se me hace que me quieres cotorrear”, “Ámame, ámame en un hotel”, “Creo que mamá se está volviendo loca” o “En las calles de la ciudad, siempre tienes que aguantar, en la calle, en el camión, siempre tienes que oír su voz, escucha”.
Conceptos e ideas en un planeta que consiguió sobrevivir a varias plagas de las que todavía existen dolorosos rastros. El apocalipsis tenían formas de juveniles efebos y lolitas. Como personajes de El señor de las moscas, niños imberbes imponían con sangre su imperio. Menudos y timbiriches, lorenzoantonios y chayanes, Fresas con Crema, Chiquilladas y Flans, arrasaron todo como pazuzu en El exorcista. Era el reino de la púber canéfora para la que sólo había un grito posible patrocinado por Pat Benatar: ¡Hell is for children!
Sí, almas incrédulas, existió una vez en una galaxia muy lejana, un nebuloso planeta donde la vida estaba en otra parte y Cristóbal Nonato bailaba “La negra flor” y “La escuela del calor”. No existía internet y los discos compactos no habían asesinado sin piedad al acetato. Ellas querían ser como Jennifer Beals en Flashdance y ellos admiraban a Kevin Bacon en Footloose. No sabían que el primer año del resto de sus vidas estaba por comenzar, mientras a lo lejos la noche eterna del oye Salomé perdónalo y la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.
Por cierto, nenenene, ¿qué vas a hacer... cuando seas grande?
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, existió un mundo donde se realizaban ritos satánicos con extraños cánticos esotéricos que decían algo así como te conocí en un bazar, un sábado al mediodía (entre cuadros y revistas, camisetas, discos y jeans, por supuesto) y en la eternidad los dos unieron sus almas para darle vida a esta triste canción de amor o te gusta ir con unos y con otros, pasas de mí, pierdes el control, con todos menos conmigo. Un mundo donde la filosofía, summum de siglos de sabiduría proverbial, estaba basada en una máxima que es en realidad un slogan: Autos, moda y rocanrol, nuestra civilización.
Ahí, bajo el cobijo de un lugar sagrado que los arqueólogos más avezados de nuestra época —luego de profundísimas averiguaciones previas en el alma de aquella cultura— han denominado Plaza Universidad. Sí, aquella geografía de amantes bandidos (corazón, corazón malherido) donde solían reunirse las criaturas ochenteras en una suerte de partenón con formato de mall, a explorar las primeras porciones de emoción fuerte, que ahora se ha convertido en un Bingo. Ahí, donde antes se proyectaban antiguas películas de héroes hoy convertidos en momias venerables como Silvester Stallone, Arnold Schwarzenegger y Ralph Macchio, en diminutas salas cinematográficas de la Organización Ramírez en las que a pesar de estar hacinado, el público conocedor influenciado por los falaces fenómenos fílmicos intercambiaba ganchos al hígado, asumía actitudes de Sargento Furia o aguardaba con respeto la aparición de algún supuesto sensei con rostro de Pat Morita.
Cuentan nuestros antiguos que en aquel centro religioso se escuchaban los murmullos de la multitud que adquiría con fruición unas pulseras de plástico de colores, que recibían el nombre de gummies, mismas que se acumulaban en muñecas y antebrazos hasta conformar un arco-iris que vibraba al ritmo de estoy parado sobre la muralla que divide todo lo que amé de lo que amaré. Lugar sagrado en el que transitaban jóvenes corazones fresas ataviadas con encajes y oropeles, peinados abultados de crepé, sombreros grandes y chuecos de color azul pastel. Gritaban a los cuatro vientos instaladas en la teoría científica de la doctora Cindy Lauper (Cintia López para sus íntimos) que las chicas sólo quieren divertirse; pero también eran capaces de gritar en un arrebato que podían sentirse madonescamente como una virgen en su primera vez y al mismo tiempo que exaltaban su naturaleza de damiselas materiales. Criaturas que realizaban densos y complejos ritos de apareamiento con tribus masculinas que cubrían sus pies desprovistos de calcetines con zapatillas top-sider o alpargatas de Domit, prendas de Aca Joe, que peinaban sus matas al wet look, y que tarareban aquello de “wake me up before you gogo” mientras se arremangaban los suéteres de Ferrioni.
Ellas querían ser como Karina (cómo duele comprender) y ellos aspiraban a tener siempre una incondicional. Seres que, a pesar de las diferencias de naturaleza, conseguían convivir en ese misma escenografía forrada de grises mármoles y locales comerciales que proveían a la gente de símbolos de estatus, con diversos tipos de entidades que se autodenominaban darkies, punketos y rockers, cuyos uniformes oscuros sobrecargados de estoperoles rebel yel, imágenes de insólitos semidioses como The Cure, The Police, Depeche Mode o AC/DC o Judas Priest reptaban por aquellos lares con la inequívoca esperanza de aportar su pequeña pero muy sentida aportación al caos y al desorden. Pelos parados pintados de verde, prófugos del hoyo funki, tataranietos de los condes Drácula y Bathory que en los momentos clave de su vida bien podían llorar con un mariachi y un tequila, oyendo a Juan Gabriel.
Por un lado estaban aquellos que padecen arrebatos de melancolía y que concentraban su oído en una estación de radio conocida bajo las cifras de WFM, mientras que los otros, siempre en pos de la rudeza innecesaria, consumían los brebajes preparados en Rock 101. Los primeros, herederos de aquellos románticos suicidas, de esos que todavía suelen mandar flores, primos hermanos de esos antepasados suyos autonombrados breakedancers, que con el aliento de los primeros raps descomponían sus cuerpos para dar vueltas frenéticas en el suelo, retozaban en curiosos centros de recreación como el Gipsy’s, La Cucaracha, Danceterías, el Magic o el News. Los segundos, que habían escapado a las tentaciones del tibiri y las fiestas de luz y sonido amenizados por Sundset, La Chachachachanga o Popopopopolymarch (algunos antropólogos encuentran que todavía sobreviven en zonas conurbadas olvidadas de la mano de Dios), eran adictos a Rocotitlán o al Rockstock, este último, sitio donde podían también entrar en contacto con las nuevas razas emanadas de los llamados reaganomics: los yuppies, cuya próspera imagen de modelos de Hugo Boss era parte del paisaje natural de los antros de Polanco, El Pedregal y Tecamachalco. Geografías indómitas, rezan los relatos de la sabiduría popular, en los que era indispensable apersonarse cual hermano gemelo de Don Johnson en Miami Vice, medio hermana de Verónica Castro en Mala noche, no, aspirante a ser como J.R. Ewing seduciendo rorras en Dallas, o lo más parecido posible a Ricky Luis interpretando aquella bonita melodía que dice al calce “solicito sirvienta, que no pase de 30”.
En las versiones apócrifas de las sagradas escrituras, se habla de un movimiento de música denominado “Rock en tu idioma”. En ese entonces los nativos habían aprendido que podían utilizar su propia lengua —algo remotamente parecido al español— para hacer canciones. Así, aparecieron en el horizonte los hombres barbados de la profecía esperada. Hombres y mujeres que traían mensajes fundamentales como “Mátenme porque me muero, mátenme porque no puedo”, “Soy un marielito que está en un barco y no sabe inglés”, “Un delfín, un delfín que me pase por San Angelín y me lleve directo a mi jardín”, “Que se me hace que me quieres cotorrear”, “Ámame, ámame en un hotel”, “Creo que mamá se está volviendo loca” o “En las calles de la ciudad, siempre tienes que aguantar, en la calle, en el camión, siempre tienes que oír su voz, escucha”.
Conceptos e ideas en un planeta que consiguió sobrevivir a varias plagas de las que todavía existen dolorosos rastros. El apocalipsis tenían formas de juveniles efebos y lolitas. Como personajes de El señor de las moscas, niños imberbes imponían con sangre su imperio. Menudos y timbiriches, lorenzoantonios y chayanes, Fresas con Crema, Chiquilladas y Flans, arrasaron todo como pazuzu en El exorcista. Era el reino de la púber canéfora para la que sólo había un grito posible patrocinado por Pat Benatar: ¡Hell is for children!
Sí, almas incrédulas, existió una vez en una galaxia muy lejana, un nebuloso planeta donde la vida estaba en otra parte y Cristóbal Nonato bailaba “La negra flor” y “La escuela del calor”. No existía internet y los discos compactos no habían asesinado sin piedad al acetato. Ellas querían ser como Jennifer Beals en Flashdance y ellos admiraban a Kevin Bacon en Footloose. No sabían que el primer año del resto de sus vidas estaba por comenzar, mientras a lo lejos la noche eterna del oye Salomé perdónalo y la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.
Por cierto, nenenene, ¿qué vas a hacer... cuando seas grande?
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